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Por qué el dolor es bueno: la lógica matemático-religiosa de George Boole

George Boole, uno de los grandes matemáticos de la historia, desarrolló una lógica que anticipó los sistemas binarios de la computación, pero también su propia teodicea


A mediados del siglo XIX, el matemático George Boole escuchó la voz de Dios. Mientras cruzaba un campo cerca de su casa en Inglaterra, tuvo una experiencia mística y llegó a creer que descubriría las reglas subyacentes del pensamiento humano. Hijo de un pobre zapatero, Boole fue un niño prodigio que se enseñó a sí mismo cálculo y trabajó como maestro de escuela en Doncaster hasta que uno de sus artículos le valió una medalla de oro de la Royal Society y le aseguró una oferta para convertirse en el primer profesor de matemáticas en el Queen’s College, Cork, en Irlanda. Bajo los auspicios de una universidad, y relativamente libre de las dificultades económicas que había soportado durante tanto tiempo, pudo dedicarse casi por completo a sus pasiones por primera vez, y pronto logró algo único: unió las matemáticas y la lógica en un sistema que cambiaría el mundo.

Antes de Boole, las disciplinas de la lógica y las matemáticas se habían desarrollado de forma bastante separada durante más de mil años. Su nueva lógica funcionaba con solo dos valores: verdadero y falso, y con ella no solo podía hacer matemáticas, sino también analizar declaraciones y proposiciones filosóficas para determinar su veracidad o falsedad. Boole aplicó su nuevo tipo de lógica a algo que, para él, un hombre profundamente religioso, era una necesidad espiritual: demostrar que Dios era incapaz de hacer el mal.

En una nota manuscrita que tituló "Origen del Mal", Boole sometió cuatro premisas básicas a análisis utilizando los principios de su lógica:

Si Dios es omnipotente, todas las cosas deben ocurrir de acuerdo con su voluntad, y viceversa.

Si Dios es perfectamente bueno, y si todas las cosas ocurren de acuerdo con su voluntad, el mal absoluto no existe.

Si Dios fuera omnipotente, y si la benevolencia fuera el único principio de su conducta, o el dolor no existiría, o existiría únicamente como un instrumento de bien.

El dolor existe.

Así que, como el dolor existe y Dios existe, el dolor debe ser parte de un plan divino, algo que da propósito al mundo. Encontramos aquí una intersección única entre la lógica y la pasión religiosa.

Desde esta perspectiva, el dolor podría ser visto como una herramienta para el crecimiento, la refinación o el desarrollo moral, alineándose con la noción de que Dios, siendo omnibenevolente, permite la existencia del dolor no como un castigo, sino como un elemento necesario en el desarrollo de un bien mayor. Esta visión requiere una fe profunda, acaso con ecos estoicos, en la idea de que todas las experiencias, incluso las más dolorosas, tienen un significado y contribuyen a una armonía divina más amplia que puede estar más allá de la comprensión humana. Entender el dolor de esta manera invita a reexaminar las nociones tradicionales del sufrimiento y desafía a los creyentes a confiar en un propósito benevolente detrás de cada aspecto de la existencia, incluso aquellos que parecen más difíciles de soportar.

Fuente: pijamasurf

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La vida humana, milagro divino que no se explica por medio de la ciencia

En fecha reciente me contaba un amigo el caso de un colega suyo, Doctor en Matemáticas también. Ambos realizaron juntos sus estudios de posgrado en una reconocida universidad en Estados Unidos. Fue una oportunidad para que entablaran una estrecha amistad.

Recuerda que su colega destacaba sobre todos los demás compañeros por su inteligencia, su agilidad mental y agudeza intelectual. Su tesis doctoral, más que notable, fue brillante.

Como es lógico, ha tenido importantes trabajos en diversas empresas. Su amistad se ha mantenido a lo largo de los años porque mutuamente se entienden bastante bien. Se siguen frecuentando, se intercambian libros y ensayos de actualidad sobre Matemáticas. Los matrimonios asisten juntos a reuniones sociales. Casi en todos los temas sobre los que cambiaban impresiones, solían coincidir. Pero había un punto en donde disentían radicalmente. Mi amigo es católico y su colega se declaraba ateo, incluso todavía más: anticlerical.

Con cierta frecuencia, el colega le lanzaba puyas y críticas por determinados aspectos de la Iglesia católica, del Papa, del Credo (o depósito de la fe) y de la moral cristiana.

Mi amigo dice que por mucho tiempo había tratado de explicarle numerosos aspectos de la religión, le proporcionaba libros formativos sobre principios fundamentales de Teología, cambiaban impresiones, procuraba aclararle sus dudas, pero ¡nada!…

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Aquel colega continuaba declarándose completamente ateo, ni siquiera agnóstico, que creen en su Ser Supremo Creador pero consideran que no tiene ninguna intervención con la vida cotidiana de sus criaturas en la tierra.Así las cosas, un día la esposa del colega le informó que estaba embarazada. Con su positiva curiosidad de científico, se puso a investigar sobre el proceso que sigue el ser humano desde que el óvulo es fecundado y las sucesivas etapas por las que va evolucionando dentro del vientre de la madre.

A medida que se adentraba en el estudio del embrión, no salía de su asombro sobre el maravilloso orden y desarrollo de esa pequeña persona en sus facetas anteriores al nacimiento.

Acompañaba a su esposa al ginecólogo y aprovechaba para preguntarle al especialista muchas de sus dudas y le planteaba cuestiones que no alcanzaba a comprender. Su admiración fue mayúscula cuando vio por vez primera a su bebé a través del ultrasonido.Cuando nació su criatura, una hermosa nenita, y empezó a observar su crecimiento, sus reacciones y cómo iba desarrollando paulatinamente sus facultades motrices y psíquicas, él continuó estudiando e interesándose cada vez más por los primeros pasos evolutivos de su niña. Cierto día, este matemático buscó a mi amigo, quien se había ausentado por cinco años para realizar varios trabajos de investigación y dar clases en una universidad de Inglaterra. En cuanto regresó, su colega lo buscó para verse, porque —le comunicó— tenía un asunto importante qué conversar con él. Cuando lo recibió en su casa y se sentaron a platicar, el colega le confió:

Con ocasión del embarazo de mi esposa y el nacimiento de mi niña, he sido testigo de un auténtico milagro: la vida humana. ¡Ya creo en Dios! Porque no es posible que de la unión de un espermatozoide y un óvulo resulte algo tan sorprendente, complejo y maravilloso como un ser humano. He estudiado a fondo toda la evolución que tienen los embriones, y luego, cuando nace el bebé y continúa su desarrollo. Y he llegado a la conclusión que debe de haber una inteligencia superior, una mente ordenadora que va dirigiendo el crecimiento hasta la última célula del organismo. Se trata de una obra maestra y perfecta. Y esto no se comprende sin la existencia de Dios, concluyó esbozando una amplia sonrisa de satisfacción por la importante verdad descubierta.

Y mi amigo le respondió: “Me alegra mucho que hayas llegado a esta conclusión porque —además de la fe— también a Dios se le puede conocer a través de su obra creadora. No sólo con la generación de un ser humano, sino también al observar el mundo animal, vegetal, submarino, el impresionante orden del universo y el minúsculo universo de cada célula y cada átomo… Es más, diría que todos los días nos topamos con las obras de Dios, lo que ocurre es que muchas veces los humanos no somos capaces de detenemos a reflexionar y sorprendernos ante su admirable obra creadora.

Raúl Espinoza Aguilera (*)
(*) Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas por la UNAM y maestro en Comunicación por la Universidad de Navarra
Publicado en yucatan.com.mx

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